Rafael Sánchez Mazas lee 'Rosa Kruger' a los refugiados de la Embajada chilena, en 1936.
Finales de los 20, comienzos de los 30. En España nace una nueva fuerza política: la juventud. Se claman cosas como: un joven puede ser comunista o fascista, lo que no puede es servir a la clase media. Se escriben frases del tipo: la juventud española ha de saludar a la República, sin duda, para enseguida ponerse a la tarea de conquistarla, para hacerla viril, joven, violenta. En unos años, unos se pegarán con los otros, pero de momento, ahí están, en La Gaceta Literaria de Giménez Caballero, el comunista César Arconada y el fascista Ledesma Ramos. Giménez Caballero es el vanguardista 24 horas al día que va a Roma y se cae del caballo veloz de las vanguardias y se enamora de las camisas negras de Mussolini y de la nueva arquitectura fascista (Terragni había conseguido una obra maestra con la Casa del Fascio). De repente, su producción enérgica de los 20, llena de disparate y velocidad, con títulos como Hércules jugando a los dados y Yo, inspector de alcantarillas, se vuelve dramáticamente pomposa. Primero le dedica un libro a Azaña, proponiéndole que sea nuestro duce. No hay quien se lo crea. Luego estruja sus convicciones en Genio de España. También escribe una estética fascista titulada Arte y Estado y busca correspondencias españolas con la Italia que tando admira: ellos tienen a Croce, nosotros a Unamuno, ellos a Marinetti, nosotros a Gómez de la Serna; ellos a Papini, nosotros a Baroja... y así. En las calles ya no son tan amigos. Alberti entraba en La Gaceta Literaria y, para cachondearse de Giménez Caballero, le saludaba a la romana. Santa Marina iba a rendir homenaje al rojo Alejandro Casona por el éxito de su Nuestra Natacha. Pablo Neruda firmaba en el banquete que se le ofrecía a Foxá por la publicación de El toro, la muerte y el agua. Poco después, se acabaron las gracietas y los compadreos.
Todo aquel ambiente previo a la Guerra Civil está muy bien definido en Las armas y las letras, el imprescindible libro de Andrés Trapiello, que crece en cada nueva edición y cuyo tema es precisamente qué hicieron todos los actores de nuestra vida cultural durante la guerra civil, lo que lleva inevitablemente al autor a dedicar unas cuantas líneas a contar qué hacían antes del estallido de la guerra y en qué posición quedaron cuando la guerra acabó. Por supuesto en ese libro abundan los falangistas. Para José Antonio, como se sabe, la literatura era un hobby: escribió sonetos y una novela adolescente que lo acompañó a la cárcel y acabó en manos de Indalecio Prieto. Le gustaba rodearse de escritores, regentó una tertulia en La Ballena Alegre.
Quiere la leyenda que Falange se quisiera un movimiento poético, muy al modo futurista de Marinetti, que llegó a fundar el Partido Futurista, que luego acabó zambullido en el partido fascista de Mussolini. Poetas había, sin duda, pero no tenían nada de vanguardistas. El más vanguardista de los brotes del fascismo en España fue Giménez Caballero, que le tenía una antipatía natural a José Antonio y no tragaba apenas al lugarteniente de éste, Rafael Sánchez Mazas. Tanto Mazas como Foxá eran más escritores de la nostalgia burguesa y, aunque el primero escribió un libro incendiario titulado España-Vaticano en el que venía a decir que la mejor manera de no dejar que el Vaticano le dictase nada a España era conseguir que España se lo dictase todo al Vaticano, no parece que, literariamente, en lo que escribían, calase mucho las convicciones vanguardistas de la primera hora de Falange. Esas convicciones sí que resplandecen aún en la última novela vanguardista de aquella hora: Hermes en la vía pública, del excelente Antonio de Obregón, autor además de otra exquisitez titulada Efectos navales y de un buenísimo libro ultraísta titulado El campo. La ciudad. El cielo.
Una cosa diferencia, literariamente, a falangismo y comunismo: el comunismo podía inyectarse en los poemas, hacer de ellos una vía (libros de Alberti, de Plá Beltrán); el falangismo, raramente (sólo tenemos los patéticos Poemas de la Falange eterna de Federico de Urrutia, otros libros de autores falangistas no son libros falangistas, así los de Dionisio Ridruejo o Vivanco o de Luis Rosales, quizá sólo cabría que mencionar Altura, de José María Castroviejo). ¿Hubo pues una literatura falangista? Sin duda, la hubo, una de sus muestras más altas es Javier Mariño de Torrente Ballester, que fue repudiada por la Iglesia y las autoridades franquistas, cuando el falangismo fue desviado de intenciones revolucionarias para convertirse en mero espejismo utilizado por el franquismo. En Javier Mariño, Torrente se las arregla para retratar el nacimiento de una fe. Otras obras narrativas, de mucha menor importancia y potencia, pueden ser la novela lírica de García SerranoEugenio o la proclamación de la primavera (título que homenajea por cierto al de un comunista como Sénder, que escribió años antes Proclamación de la sonrisa), Leoncio Pancorbo de José María Alfaro y Camisa azul del ex vanguardista Ximénez Sandoval. Otros camisas azules supieron refugiarse en otras vías, nostalgias como Sánchez Mazas o Foxá, o fantasías como Cunqueiro y Angel María Pascual. Giménez Caballero, ambicioso como él solo, disparató todavía más que en sus años de vanguardia: lo acabaron mandando de embajador a Paraguay. Pero si hay un libro donde mejor se expresa todo ese "pensamiento fascista" que caló tanto en un sector de la juventud intelectual de los años 30, ese libro es, como bien apunta José Carlos Mainer, Vida de Sócrates de Antonio Tovar.
El libro de Mainer, Falange y Literatura, se publicó en 1971. Abrió caminos y
deparó dos grandes estudios: La corte literaria de José Antonio de Mónica y Pablo Carbajosa y Vanguardistas de camisa azul de Mitchit Albert. Ahora RBA lo reedita, o mejor dicho, edita una reelaboración de aquel ensayo seguido de una antología de textos literarios falangistas. Curiosamente en la edición original, el estudio era un andamio, resultaba más importante la antología que le seguía: ahora sucede al contrario, el estudio es magistral, está lleno de detalle y economía, la antología es casi un apéndice, una ilustración parasitaria del gran ensayo que las precede.
Constelación de Giménez Caballero.
Estudia Mainer las raíces orteguianas de la ideología falangista, el modo en que esa ideología juvenil y revolucionaria acabó desactivándose cuando los jóvenes -alguno no era tan joven al comenzar toda esta danza- dejaron de serlo y se ganó la guerra. Se detiene en una figura tan compleja e interesante como la de Dionisio Ridruejo, decepcionado enseguida de volver de Rusia, capaz de escribirle una carta a Franco diciéndole cómo se estaban traicionando los principios revolucionarios. Está, en fin, lleno de pistas y sabiduría, además de estar escrito con excelente prosa: un ejemplo de maestría crítica. Mainer publicó su Falange y Literatura con 25 años. Ahora, 42 años después, aquel mítico tomo de cubierta azul mahón que salía en una España en la que los intelectuales miraban con mucha suspicacia cualquier intento de regalarle atención a los escritores falangistas, se ha convertido en un tocho que importa no sólo porque importa, sino también porque generó algunos rescates inapelables, como el de Sánchez Mazas, autor de una de las mejores novelas de su época, Rosa Krüger. El editor de esa novela fue Andrés Trapiello que, memorablemente, sentenció acerca de algunos de los protagonistas del libro de Mainer, que "ganaron la guerra pero perdieron la Historia de la Literatura". FIN
Pilar Primo de Rivera y su boda frustrada con Hitler
Si el descabellado proyecto de casar a la hermana predilecta de José Antonio nada menos que con Hitler hubiese tenido éxito, la historia hispano-alemana sería probablemente hoy muy distinta. En «La pasión de Pilar Primo de Rivera» (Plaza y Janés) sale a relucir este insólito episodio y otros muchos desconocidos que, tras acceder por vez primera al archivo personal de la directora de la Sección Femenina, sorprenderán sin duda a los lectores. Pero centrémonos en la que fue, según el escritor falangista Ernesto Giménez Caballero, la novia de Hitler.
Giménez Caballero quedó deslumbrado por la belleza y simpatía de Magda Goebbels. Se la presentó su buen amigo, el filólogo e hispanista Arturo Farinelli. Tuvo ocasión así de charlar con ella durante el Congreso de Autores Europeos, celebrado en la ciudad alemana de Weimar del 23 al 26 de octubre de 1941. Dos meses después, Magda le invitó a su casa de Berlín, donde él confió abiertamente a la atractiva anfitriona «las posibilidades de reanudar lo que se interrumpiera con Carlos II el Hechizado y se malograra con aquel archiduque de Austria, Carlos, que nos costaría Gibraltar». En definitiva: «Una nueva dinastía hispano-austriaca».
Magda le prometió informar de él a su marido, e incluso al mismo «Führer», pues le había interesado extraordinariamente su exposición. El escritor asegura que regresó a España para informar a Franco, en El Pardo, de su encuentro privado con la esposa de Goebbels; acto seguido se puso en contacto con el Vaticano, donde interesó mucho aquello de que «había que catolizar a Hitler». Durante la cena en casa del matrimonio Goebbels, Giménez Caballero llevaba consigo, como regalos, un capote de luces para el ministro de Educación y Propaganda, unas delicadas figuritas de nacimiento modeladas por el escultor murciano Antonio Garrigós y Giner para los hijos de la pareja, y un ejemplar de «Genio de España», cómo no, para el «Führer», con dedicatoria y todo.
Magda y Joseph tenían seis hijos. Hitler había condecorado a Magda como «la mejor madre del Tercer Reich», y los miembros del clan formaban la familia aria ideal para el pueblo alemán. Como ya es sabido, tras la caída del régimen nazi, cuatro años después de su encuentro con el intelectual español, Magda Goebbels envenenó a toda su prole y luego se suicidó junto a su esposo. Giménez Caballero evocaba así aquella velada: «Antes de sentarnos a la mesa, durante los aperitivos, enseñé al pequeño y cojito jerarca del propagandismo germánico a manejar el capote, el modo de ceñirlo para el paseíllo y de veroniquearlo. Y a los niños les monté un Belén junto a la chimenea. Magda estaba radiante y conmovida. Durante la cena les conté chistes al modo madrileño y cuentos y cosas de España, definiendo a Franco como un nuevo Cisneros (el propio Caudillo le nombraría embajador en el Paraguay en 1958), cuya figura y destino de instaurador imperial les expliqué apasionadamente. Y nuestro posible porvenir común. Estaban fascinados escuchándome». Y continúa: «Antes de terminar los postres, el «Führer» avisó a Goebbels con urgencia. Le entregué mi libro para él y le rogué que lo tradujeran y publicaran enseguida, a ser posible en la editorial Diederichs de Jena, que estaba muy interesada [...]. Goebbels abandonó la mesa antes del café».
Y entonces, solos Magda y él, tuvo lugar una histórica conversación de la que únicamente queda constancia por el propio Giménez Caballero. Magda Goebbels le hizo pasar a su salón privado, donde ardía una chimenea que ella atizaba de vez en cuando mientras charlaban. La mujer se acomodó frente a él en un sofá. El escritor decía que ella le escuchaba embelesada pero, a juzgar por su detallada descripción de la anfitriona, parecía más bien todo lo contrario: «Cabellos rubios como el sol, que portaba con trenzas entrecruzadas, sobre la nuca. Ojos de lago. Y un vestido negro de terciopelo, hasta ocultarle los pies. Sólo una perla sobre el nácar de su garganta, como un símbolo venusto».
La señora Goebbels le dijo, al parecer:
-Esto, ¿lo sabe alguien más aquí?
-Sí. Otras dos damas –repuso él–.
-¿Quiénes son?
-Una, la que fuera embajadora de Alemania en Salamanca, Edith Faupel, hoy escarmentada de su fracaso allá, por la «solución Hedilla».
-No conozco esa solución. ¿Quizá para conducir nosotros la guerra de España?
-Más o menos. Haciendo de Hedilla, sencillo obrero santanderino y un buen hombre, el heredero de José Antonio Primo de Rivera. Otro día se lo contaré, pues viví aquello de cerca y por eso me estima mucho Frau Faupel.
-¿Y la segunda dama? –preguntó Magda–.
-Suzanne Diederichs, la esposa del editor que va a publicar mi «Genio de España», prologado por Von Papen.
-Mejor que no insista con ellas.
El interlocutor sacó a relucir de nuevo la urgente reanudación de la estirpe hispano-austríaca que propiciaría un armisticio en Europa, con un enlace tradicional y revolucionario al tiempo.
-¿Y cuál sería la candidata a emperatriz? –inquirió la esposa de Goebbels–.
-Sólo podría ser una –sentenció Giménez Caballero–. En la línea de princesas hispanas como Ingunda y Brunequilda y Gelesvinta y Eugenia... Sólo una, por su limpieza de sangre, por su profunda fe católica y, sobre todo, porque arrastraría a todas las juventudes españolas: ¡la hermana de José Antonio Primo de Rivera!...
Magda enmudeció. De pronto, sus ojos se humedecieron, y no porque hubiese tomado alguna que otra copa de licor, que lo hizo, sino de incontenible emoción. Cogiendo de las manos a su invitado, le susurró:
-Su visión es extraordinaria... Su misión también... Y además, audaz y concreta...
Y añadió:
-Mi marido está encantado con usted. Y el «Führer» desea conocerle. Yo les hablé de esto que ahora vuelve a proponerme de esta manera ya concreta y certeramente personificada. Y que sería posible...
-¡Sería posible...! –exclamó él, entusiasmado.
-Sería posible, si Hitler no tuviera un balazo en un genital, de la primera guerra, que le ha invalidado para siempre... Imposible, gran amigo, imposible. ¡No habría continuidad de estirpe!
-¿Y Eva Braun?
-Un piadoso enmascaramiento para la galería...