martes, 18 de diciembre de 2012



Ulises, Alejandro y Eurasia

Ulises, Alejandro y Eurasia

Claudio Mutti   (publicado en Archivo Eurasia)
RESISTENCIA
Hace algún tiempo releía el canto XXVI del Inferno de Dante (el célebre canto de Ulises). Como probablemente recordaréis, en cierto momento el Ulises dantesco recuerda la arenga con la que convenció a sus compañeros de singladura para atravesar las Columnas de Hércules: “O frati, dissi, che per cento milia – perigli siete giunti all’occidente (…)” (1). Esforzándome en vislumbrar algo de aquel sentido alegórico que, por declaración expresa de Dante, se haya oculto tras el sentido literal, he aventurado la siguiente conjetura: el Occidente evocado por Ulises en la “orazion picciola” es probable que no agote su significado en la acepción espacial y geográfica del vocablo “Occidente”, que designa el lugar del “Sol que muere” (Sol occidens), el lugar donde acaba el cosmos humano y comienza el “mondo sanza gente” (2),el reino de las tinieblas y de la muerte.
Es por contra probable que el Occidente dantesco, habida cuenta la polivalencia del símbolo, señale también una fase temporal, así pues un sentido ulterior del discurso de Dante sería que sus compañeros, en cuanto “vecchi e tardi”, han llegado “a l´occidente” de su existencia, esto es a la proximidad de la muerte.(3)
Y así como ellos representan a la humanidad europea ¿cómo no comprender, simultáneamente, que Europa debía llegar – y de hecho habría llegado precisamente en la época de Dante, en los inicios del siglo XIV- a la proximidad de esa fase histórico-cultural que, según lo que ha dicho René Guénon, “ha representado en realidad la muerte de muchas cosas”?
Pero Occidente, el lugar de las tinieblas, es también un símbolo de eso que Martin Heidegger ha denominado “el oscurecimiento del mundo”.
“Mundo” –explica el propio Heidegger- “debe entenderse siempre en sentido espiritual“, pues, “el oscurecimiento del mundo implica un despotenciamiento del espíritu”.
Y la situación de Europa, continua Heidegger, “resulta mucho más fatal e irremediable en cuanto el despotenciamiento del espíritu proviene de ella misma”.
Este despotenciamiento del espíritu, este oscurecimiento del mundo, ha tenido, según Guénon, su momento decisivo con el final de la gran civilización medieval (la última civilización relativamente normal conocida por Europa) y con el inicio de la cultura inmanentista y laica del Renacimiento. Según Heidegger, “aunque haya sido preparado desde el pasado, éste (el oscurecimiento del mundo, ndr) se ha manifestado definitivamente partiendo de las condiciones espirituales de la primera mitad del siglo XIX”, verbigracia: mediante el triunfo del racionalismo contemporáneo, del materialismo, del individualismo liberal.
En cualquier caso, podemos afirmar que este oscurecimiento del mundo ha marchado en paralelo con lo que ha sido recientemente denominado “la occidentalización del mundo”.
El infierno, en el fondo del cual acabó ese Ulises dantesco que abandonó Europa para adentrarse en las tinieblas occidentales, es un Occidente perenne (¡ley de la balanza!), porque la luz no alumbra allí jamás. Dante escapa de esta eterna tiniebla occidental e infernal gracias a la guía de Virgilio, el poeta del Imperio, el poeta de un Imperio que, como se dice en Paradiso, VI, 4-6, está por su mismo origen vinculado a Europa: “cento e cent´anni e più l´uccel di Dio – ne lo stremo d´Europa si ritenne, – vicino a’ monti de’ quai prima uscìo”.(4)
En efecto, debemos recordar que, según Dante, el Águila imperial (“l´uccel di Dio”) tuvo su origen “ne lo stremo d´Europa”, esto es en la actual Anatolia, allí donde se alzaba Troya. Por otra parte, también Europa, la doncella “dall´ampio volto” que fue amada por Zeus y que dio su nombre a nuestro continente, era originaria de la ribera oriental del Mediterráneo.
Sería interesante pararse a considerar que para los Griegos y para los Romanos, y aún después para los hombres del Medioevo, la imagen geográfica de Europa se extendía hacia oriente mucho más que no en la edad moderna y en la contemporánea; pero esto sería otro discurso.(5)
Nosotros, que estamos aquí para hablar del “destino de Europa”, debemos al contrario preguntarnos: ¿ quién señalará a Europa, en los umbrales del tercer milenio, el camino para salir del Occidente y volver “a riveder le stelle”?
La primera tarea consiste en efectuar una aclaración. Debemos por tanto restablecer los verdaderos términos de la relación que se establece entre Europa y Occidente, relación de natural oposición y de antagonismo; debemos refutar una escandalosa sinonimia que, impuesta por los vencedores occidentales de la Segunda Guerra Mundial, ha sido aceptada por los Europeos de la forma más acrítica e ignorante.
El concepto Occidente es relativamente nuevo y resulta sinónimo casi de modernidad; por consiguiente, como visión del mundo, Occidente es esencialmenteotro respecto al espíritu que preside las manifestaciones de la civilización europea tanto en la Antigüedad como en el Medioevo.
Es cierto que la civilización occidental trata a menudo de identificar sus propias raíces con alguna de las fases histórico-culturales a través de las cuales se ha ido configurando Europa, es decir, la antigua Grecia, el mundo romano o la Cristiandad latino-germánica.
Sin embargo, es preciso objetar que, si la modernidad es “desencanto del mundo”, resulta cuando menos aventurado presentar como antecedente de la civilización occidental a la cultura griega, esto es una cultura que no produce solamente anticipaciones del pensamiento moderno como el racionalismo sofistico y el mecanicismo atomista, sino que se expresa también (y sin duda en mayor medida y con mayor intensidad) en los Misterios órficos y eleusinos, en la teología de la historia de Herodoto, en la metafísica de los Presocráticos, de Platón y de Aristóteles, en la poesía religiosa de Esquilo y de Píndaro, en la teurgia y en la mística de los platónicos.
Y ni siquiera está claro en función de qué lógica Occidente tendría el derecho a remitirse a la civilización romana, que en realidad se funda precisamente sobre aquello que es más escandaloso desde el punto de vista de la modernidad, a saber: sobre la identificación del ámbito religioso con el jurídico y político. Una identificación que posteriormente se ha vuelto a dar si acaso bajo el Islam de ningún modo en la civilización occidental.
Por otro lado, el Imperio de Roma, como posteriormente también el Imperio Bizantino y el Imperio de los Otomanos, no fue un imperio occidental, sino una gran síntesis mediterránea y, en cierto medida, eurasiática. Incluso el Sacro Romano Imperio pareció recuperar una dimensión de este género, cuando, con Federico de Suabia, la corte imperial se trasladó a Palermo y el Emperador extendió su autoridad sobre Jerusalén y otras partes de Palestina. La misma Alemania, que en tanto imagen histórica del Imperio medieval ha seguido siendo hasta 1945 das Reich, “el Imperio”, ha buscado siempre su propio espacio no hacia occidente, sino hacia oriente.
* * *
Volviendo a Ulises, recuerdo haber leído en alguna publicación que el Odiseo homérico, “fue el viajante (sic) de la modernidad”. Una vulgaridad de este tipo, que revela la necesidad de la modernidad de inventarse una galería de antepasados, es posible precisamente porque la esencia del Odiseo homérico, prototipo delhomo Europaeus, ha sido tergiversada por la propia modernidad.
De hecho, para la percepción moderna Odiseo no es lo que era para los Griegos, a saber: el anèr polytropos que, alentado por la nostalgia de los Orígenes y asistido por Atenea, es decir por el Intelecto divino, lucha contra las fuerzas inferiores y, tras un largo cautiverio en la isla occidental de Eea, retorna a una patria “central”, a una “tierra del medio”, que simboliza esencialmente la perfección primordial del estado humano.
La modernidad ha desfigurado al Odiseo homérico convirtiéndolo en un héroe cultural a su propia imagen y semejanza; así, colocado ante un espejo deformante, el homo Europaeus nos devuelve la imagen falaz del homo Occidentalis.
Existe luego una variante “filosófica”, por llamarla de algún modo, de la misma vulgaridad: el Odiseo que describe a Penélope el lecho matrimonial tallado con la madera del olivo (el lecho de Odiseo es en realidad el símbolo homérico del Axis Mundi) según Horkheimer y Adorno sería, mira por donde, el “prototipo del burgués (que) tiene, en su smatness un hobby“, aquello de “háztelo tú mismo”. Los autores de la Dialéctica del iluminismo completamente ignorantes del auténtico significado del héroe homérico, han creído poder identificar, tras la máscara de Odiseo, el rostro del burgués occidental que da comienzo al desarrollo racionalista liberándose de la superstición y ejercitando su dominio sobre la naturaleza y sobre los hombres.
El Odiseo de los rabinos de (la Escuela de) Frankfurt se convierte de este modo en la metáfora de ese poder racional de dominio que se organiza como saber sistemático y tiene como sujeto al burgués occidental, “en las formas sucesivas –así lo escriben ellos – del esclavista, del libre emprendedor, del administrador”.
Sin embargo, tal metáfora se basa en una típica reducción de lo superior a lo inferior, puesto que Adorno y Horkheimer identifican indebidamente el intelecto (principio de orden universal) con la razón (facultad específicamente humana, limitada, relativa e individual). Ahora bien, Odiseo, prototipo del homo Europaeus, es concretamente un símbolo del intelecto, es decir del principio espiritual que trasciende la individualidad y con ella el conjunto de elementos psíquicos y corporales, representados en el poema homérico por los compañeros del héroe.
El periplo de la Escuela de Frankfurt, nacido por iniciativa de un grupo de judíos liberales, concluye su ciclo desembocando finalmente en una explícita adhesión al judaísmo. Poco antes de morir, Horkheimer recomendó el “retorno a Yahvé” y la “eterna espera” de un Mesías que, dicho por el propio Horkheimer, no vendrá nunca. Esta posición será retomada y desarrollada por los llamados nouveaux philosophes André Glucksmann y Bernard Henri-Lévy.
Ahora, por lo que respecta a la irreductibilidad del Odiseo homérico, prototipo del homo Europaeus, a la visión judaica y a la visión moderna, nos remitimos a las palabras de un autorizado representante del pensamiento judeo-cristiano, Sergio Quinzio, el cual en Radici ebraiche del moderno afirma que no sólo la concepción griega del tiempo, sino también la concepción griega del espacio es circular, dado que el espacio odisíaco transcurre de Itaca a Itaca. El tiempo y el espacio de los Griegos –escribe Quinzio- “son el tiempo y el espacio del eterno retorno, en los que nada realmente nuevo puede suceder. Viceversa, como el tiempo judaico es lineal, así también el espacio judaico es lineal, va desde la tierra de esclavitud hacia la tierra prometida”.
Por lo demás, ya Emmanuel Levinas había contrapuesto en términos de antítesis irreductible el retorno odisíaco y el éxodo bíblico, así como las figuras de Odiseo y de Abraham: el Abraham de la representación bíblica, naturalmente, porque bien distinta resulta la figura del Profeta Ibrahim tal como es trazada en el Corán; el cual rechaza de plano (ad. es. III, 60) (6) la caracterización judía y cristiana del Patriarca de Ur, haciendo de éste último un representante de la Tradición Primordial. “Al mito de Ulises que retorna a Itaca –escribe Levinas en La traccia dell’altro – querríamos contraponer la historia de Abraham que deja para siempre su patria por una tierra aún desconocida y que prohíbe a su criado volver a llevar a su hijo hasta aquel punto de partida”.
Evocando a este Abraham bíblico y antiodisíaco, prototipo de los “padres peregrinos” que abandonaron Europa para establecerse en el continente occidental, Levinas ha dado forma al contramito del déraciné: una especie de “contramito fundador” de la Zivilisation occidental, en la que tiene un peso relevante lo que René Guénon llama el “aspecto ‘maléfico’ y desviado del nomadismo”. En cualquier caso, Levinas ha tenido el mérito de contraponer explícitamente al prototipo mítico del homo Europaeus el prototipo contramítico y antitradicional del homo Occidentalis.
* * *
Así con toda justicia, se ha dicho que la Odisea, junto a la Ilíada, constituye lo que se ha calificado como la Biblia de los Griegos, del mismo modo que la Eneida será la Biblia de los Romanos. Si queremos usar un lenguaje consecuente con esta metáfora, debemos afirmar que Homero ha sido el primer profeta de Europa y que sus poemas han constituido la más antigua revelación religiosa manifestada a los Europeos.
En una página llena de pathos nietzscheano, el gran filólogo clásico e historiador de las religiones Walter Otto describe la visión homérica contraponiéndola implícitamente a la judeo-cristiana, en los siguientes términos:
“Homero se convierte en la Biblia de los Helenos (…) También su revelación tuvo un gran eco, pero mucho más viril, más fiel a la vida, más respetuosa con la realidad que el mensaje de espíritus trastornados, en contienda consigo mismos y con la vida. La religión en la que el pueblo debía ser instruido había sido primeramente revelada al corazón de los más nobles y de los más gentiles. (…) La religión de Homero era religión revelada según la opinión cierta y humana de que todo gran pensamiento es hijo de la divinidad” (W. Otto, Spirito classico e mondo cristiano, La Nuova Italia, Firenze, 1973, p.25).
En un escrito de 1931 que, investigando los orígenes del espíritu europeo, identifica en la herencia homérica la prefiguración de nuestra identidad de Europeos, Walter Otto vuelve a hablar de Homero:
“El no es por lo tanto solamente el maestro que ha creado en Europa la primera gran poesía, dando por escrito la ley viviente del arte poético europeo. No es tampoco solamente el destinado a elevarse a expresión del ser griego de modo tan grande y profundo que su obra se convierte en genio formativo de toda la nación. El es también para nosotros, aún hoy, no obstante los avatares históricos, aquél que proclama admirablemente la vida y el mundo. (….) De hecho, a través de él el espíritu griego, y con él el europeo, ha encontrado su primera expresión, que permanece válida hasta la fecha. Y si comprendiéramos de modo correcto su palabra, quizás también el significado de la ciencia y de la filosofía griegas nos mostraría su más profundo significado.” (W. Otto, Lo spirito europeo e la saggezza dell’Oriente, SEB, Milano 1997, p. 11).
Junto a Homero, el otro gran maestro de la antigüedad europea es Platón. No por casualidad otro filósofo judío y liberal, Karl Popper, ha asignado a Platón el papel de padre espiritual de la corriente de “enemigos de la sociedad abierta”, una corriente que partiendo del pensamiento platónico llega a los totalitarismos del siglo XX.
Popper aparte, la República de Platón resulta fundamental con relación al reconocimiento de la originaria Weltanschauung europea, porque en dicha obra encontramos expuesta de forma transparente y orgánica esa doctrina de la trifuncionalidad que, según Georges Dumézil, constituyó la característica propia de todas y cada una de las sociedades indoeuropeas, tanto de Europa como de Asia.
Como es sabido, los estudios realizados por Dumézil en el dominio de la historia de las religiones y de la lingüística han demostrado que los pueblos indoeuropeos más allá del parentesco idiomático, poseen una estructura mental específica y una concepción peculiar del hecho religioso, de la sociedad, de la soberanía, de las relaciones entre el hombre y la Divinidad. En definitiva, Dumézil ha sacado a la luz una común Weltanschauung indoeuropea, una visión del mundo plena de implicaciones teológicas y político-sociales, según la cual la comunidad puede vivir y prosperar gracias sólo a la colaboración y a la solidaridad de las tres funciones de soberanía, fuerza y fecundidad. La primera función (la soberanía) corresponde a lo sagrado, al poder y al derecho; la segunda (la fuerza) corresponde a la actividad guerrera; la tercera (la fecundidad) corresponde a la producción y a la distribución de los bienes materiales.
Ahora, si en la estructura religiosa y social ilustrada por Dumézil se manifiesta una exigencia fundamental de la más profunda mentalidad indoeuropea; si la denominada “ideología trifuncional” es una característica inherente a la mentalidad del Europeo; si ella es una de esas estructuras latentes que resultan indisociables de la cultura y el espíritu de un pueblo y si conservan de algún modo a través de las generaciones, tan es así que todavía en la Edad Media la composición de la sociedad era establecida por las tras categorías de los oratores, bellatores e laboratores y que tal tripartición sobreviviera de alguna forma hasta la Revolución Francesa – entonces sería lícito hacerse la siguiente pregunta: ¿En qué medida la concepción trifuncional puede encarnar una via para volver a pensar el mundo y la vida en términos adecuados a nuestra cualidad de Europeos?
Sobre esta interrogación no sería superfluo reflexionar seriamente.
De momento, bastaría con hacer notar que la organización liberalcapitalista de la sociedad es típica no de la civilización europea, sino de la civilización occidental. El lema de tal organización podría ser la frase proverbial que circula en los Estados Unidos: Whatever is good for General Motors is also good for the USA.(7)
De hecho, el liberal capitalismo, surgido de la Revolución Francesa con la rebelión de la tercera función, el Tercer Estado, contra las otras dos, representa por una parte el poder efectivo del elemento económico sobre el político y sobre el militar, mientras que por otro lado conlleva una penetración de la mentalidad mercantil en las capas de la sociedad.
Una sociedad normal, al contrario, es aquella en la cual gobierna la función soberana; una sociedad es aquella en la que lo político prevalece sobre lo económico.
El propio concepto de Europa debe ser contemplado a la luz de la ideología trifuncional. Más allá de las simples relaciones comerciales (tercera función), más allá de los problemas propios de la defensa común (segunda función), Europa debe afrontar la cuestión principal, que es la de su soberanía (primera función).
Este proyecto solo puede extraer su sustento de una sola fuente: nuestra tradición más auténtica.
En 1935 Martin Heidegger decía de los Alemanes de entonces lo que hoy podría decir de los Europeos en general:
“Este pueblo podrá forjarse un destino solo si es capaz de provocar en sí mismo una resonancia (…) y si sabe captar su tradición de forma creadora. (…) Y si la gran decisión concerniente a Europa no debe realizarse en el sentido de una aniquilación, solamente se realizará mediante el despliegue, a partir de este centro, de nuevas fuerzas históricas espirituales“.
En otros términos: si Europa tiene todavía un futuro y si nosotros queremos encontrar una solución europea para su futuro, debemos volvernos hacia nuestros orígenes, interrogar a los maestros más antiguos de nuestra cultura y –creemos poder añadir- poner en marcha aquellas ideas que constituyen la herencia espiritual específicamente europea.
* * *
Alguno podría objetar que el punto de vista del antecitado Walter Otto, resumible en una fórmula del tipo “La Weltanschauung homérica o sea Europa”, debe ser actualizado y sustituido por aquel que hallamos sintetizado en el célebre título de Novalis, La cristiandad o sea Europa.
En todo caso, el corolario de tales fórmulas, que reivindican ambas a Europa, podría ser. “La modernidad o sea Occidente”. En realidad, como recuerda Franco Cardini en Nosotros y el Islam (8), “el concepto Occidente es relativamente nuevo y parece de por sí inseparable del de modernidad”.
Si en cuanto visión del mundo Occidente es sinónimo de modernidad y es por ello esencialmente otro respecto al espíritu que rigió las manifestaciones de la civilización europea en la antigüedad y en la Edad media, también como elemento del simbolismo geográfico Occidente se opone a Europa de forma radical.
Aquí conviene poner en evidencia una realidad elemental, que la cultura convertida en hegemónica ha intentado oscurecer a toda costa. Basta con echar una ojeada a cualquier atlas geográfico para darse cuenta que el Occidente del mapamundi terrestre coincide con el continente americano y con las aguas oceánicas que lo rodean. Europa no es Occidente, porque se encuentra en el hemisferio oriental y es parte integrante de esa unidad continental llamada Eurasia. Así, si Europa tiene una relación de continuidad o de contacto natural con otras partes del mundo, éstas no son América, sino Asia y África. Todo esto, aun sin decirlo, el propio Cardini nos induce a pensarlo cuando abre una interrogación de este tipo: ¿Pero el ecuador es realmente una línea divisoria también en términos culturales o económicos –y de poder- más nítida del meridiano atlántico que separa el continente europeo del americano?
La tesis de la localización occidental de nuestro continente es por otra parte desmentida por la configuración geográfica de las construcciones imperiales que han unificado zonas más o menos amplias del espacio europeo. Los imperios de Alejandro, de Roma, de Bizancio, de los Otomanos fueron grandes síntesis euroasiáticas y mediterráneas. Incluso el Sacro Romano Imperio pareció recuperar una dimensión de este género, cuando, con Federico II de Suabia, la corte imperial se trasladó a Palermo y el mismo Emperador extendió su autoridad sobre Jerusalén y otras zonas de Palestina. La misma Alemania, que en tanto imagen histórica del Imperio medieval ha seguido siendo hasta 1945 das Reich, “el Imperio”, ha buscado siempre su propio espacio no hacia occidente, sino hacia oriente.
Más allá de la extensión en el espacio que han alcanzado realmente y de la incidencia temporal de los efectos de ellas derivados, todas las acciones políticas que han tratado de unificar el continente han contribuido a consolidar el tejido euroasiático, más allá de las divisiones políticas, de las diferencias étnicas y de las contraposiciones culturales.
* * *
Si es cierto que los mitos implican una serie de significados sobrepuestos al literal, no sería del todo ilegítimo buscar en ese difundido arquetipo que nos habla del desmembramiento de un dios (Prajââ`pati, Osiris, Zagreus, etc.) y del posterior origen del cosmos a partir de sus miembros dispersos, un significado relacionado con el origen de la geografía terrestre. ¿Que son en realidad el conjunto de las tierras emergidas, si no un cuerpo, dividido en esas cuatro o cinco partes que hemos convenido en llamar continentes?
Tratemos primeramente de establecer el número de estos últimos, porque es posible enumerar cuatro (Eurasia, África, Oceanía, América) o quizás cinco (Eurasia, África, Oceanía, América septentrional, América meridional). A partir de su número, podremos aplicar a la geografía de nuestro planeta una analogía u otra. De hecho, para un esquema cuaternario valdrá el simbolismo de los cuatro elementos constitutivos del cosmos (aire, agua, fuego, tierra), mientras que el eje central corresponderá al elemento invisible y central, la quinta esencia, el éter.
Para un esquema quinario, viceversa, será posible aplicar el simbolismo del cuerpo humano. En tal caso, si imaginamos a los cinco continentes como partes de un cuerpo análogo al del ser humano, podríamos decir que Eurasia constituye la parte central y esencial, la que contiene la cabeza y el tronco, alojando dentro de sí pues el corazón, el cerebro y todos los demás órganos vitales, mientras que los otros cuatro continentes (África, Oceanía y las dos Américas) representan las cuatro extremidades del cuerpo.
Efectivamente, todas las regiones más importantes desde el punto de vista de la economía espiritual se hallan concentradas en Eurasia. A partir de centros euroasiáticos se han irradiado las influencias tradicionales que han alcanzado posteriormente al resto del planeta: desde el chamanismo siberiano más arcaico, que a través de migraciones protohistóricas se ha extendido por las dos Américas, hasta la revelación coránica que ha sellado el ciclo tradicional de la presente humanidad y se ha difundido igualmente más allá de los límites de Eurasia. Y esto por citar solo dos, la más antigua y.la más reciente, entre las formas tradicionales que se han manifestado originariamente en el suelo euroasiático.
Pero quisiera concluir planteando para vuestra reflexión otro mito, del cual se desprende toda la futilidad del concepto de Occidente entendido como realidad en sí misma, mientras que resulta a posteriori afirmada la conformidad de la idea del Imperio en el espacio euroasiático.
Se trata del mito de Alejandro y particularmente de la caracterización que de él ha sido realizada desde la tradición islámica, la cual en la Sura de la Caverna del Corán asigna al “Bicorne” una función no solo imperial, sino también escatológica (9). Según el simbolismo puesto de relieve desde este específico contexto tradicional, la marcha emprendida por Alejandro Magno a lo largo de la línea oeste-este traduce en el plano geográfico esa modalidad “expansiva” que la doctrina islámica denomina “amplitud”. Ahora bien, “amplitud” y “exaltación” son dos términos que corresponden a las dos fases del Viaje Nocturno del Profeta Muhammad, paradigma del camino iniciático que alcanza la realización suprema.
De hecho, Fadlall`h al-Hindî ha afirmado: . “Sea la exaltación sea la amplitud han alcanzado su perfección en el Profeta, que Dios lo bendiga y le dé la Paz”. Pero aquí es preciso añadir que, según un dicho tradicional del Profeta mismo, Alejandro ha sido entre todos los hombres el más semejante a él.
Y esto no solamente porque Alejandro cruza la tierra en su extensión horizontal, de oeste a este, sino también porque, según otro dicho [hadiz] atribuido al Mensajero de Dios, después de la fundación de Alejandría de Egipto el Macedonio fue llevado al cielo por un ángel. Por otra parte, las historias relativas al descenso de Alejandro al fondo del mar y a su ascensión celeste hasta la esfera del fuego han tenido amplia difusión ya sea en Oriente como en la Europa medieval.
De este modo, la figura de Alejandro puede remitirse, por los significados que conlleva, a una doctrina íntegra del Sacro Imperio, pues él, habiendo desarrollado todas sus posibilidades según los dos sentidos horizontal y vertical, es al mismo tiempo poseedor de la realeza y del sacerdocio, es simultáneamente rex ypontifex. Y su figura se coloca en el trasfondo del espacio euroasiático, que constituye no sólo el escenario histórico, sino la proyección espacial misma correspondiente a la idea del Imperio.

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